viernes, 13 de julio de 2012


Miro a mi viejita de pelo gris y gafas redondas. La preocupación se adueña de sus facciones. No puede soportar la idea de que el amor de su vida esté postrado en una cama de hospital, rodeado de dos desconocidos, mientras ella tiene que atender a tres personas prácticamente lejanas a ella por la distancia y por el peor enemigo de la raza humana, el tiempo.

Hasta ahora habría jurado que ella era la luchadora, la fuerte… ella no está aquí gracias a mí, ni siquiera está aquí por su hija, ella se mantiene en pie por él, porque sé que no existiría el uno sin el otro. Son como la ley de causa y efecto según los principios de causalidad; si existe una causa, inmediatamente existe un efecto. Así son ellos, como el fuego y el hielo, que coexisten y se complementan el uno al otro y aunque sean contrarios sé que cuando es espíritu de uno de ellos se apague, el otro también dejará marchar su esencia. Y creo que lo he comprendido, he comprendido que existe el amor verdadero, el amor que dura toda la vida, ese amor con el que muchos soñamos pero pocos tenemos la suerte de vivir.

Estoy comprendiendo que cuando uno desaparezca de la faz de esta tierra el otro con gran alegría y felicidad irá a su encuentro.

Si él se va, ella no tendrá a quien cuidar. Si ella decide irse antes, él no tendrá quien le cuide. Se necesitan el uno al otro como sus mismos pulmones necesitan el aire del que se hinchan y es algo inevitable. Inevitable que el destino les haya unido hace tantos años, inevitable que hayan pasado por tantas dificultades juntos, inevitable que se hayan querido tanto e inevitable que sigan queriéndose a estas alturas de su vida.

Ese es  el amor verdadero, aquel amor que espero encontrar algún día y sobretodo, espero que camine junto a mi el resto de mi existencia. Hasta entonces seguiré soñando con ese amor que quizás sí, quizás no llegaré a vivir.

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